Hoy, por fin, me he despedido de él. Lo he echado de mi vida entre esqueletos de yogures supuestamente griegos, corazones de pera y revistas caducadas. Lanzando la bolsa de basura con despreocupación y a cámara lenta le he dicho adiós al trozo de Mister Masoch que aún permanecía aferrado a mí. Hace años conseguí desincrustármelo de cerebro y hábitos. Pero una, que es melancólica y un poco tonta, decidió guardar aquella masa tan transparente como peligrosa en un bote de conservas con mucho corazón. Hace unos días me asusté. Empecé a mirar con ojos aviesos el envase. Buscando restos de aquella masa invisible a través del cristal. ¿Y si la rosca se ha pasado? ¿Y si los vapores de Mister Masoch han conseguido escapar? Uy uy uy uy uy... Así que por si acaso, por si el espíritu del austríaco estaba a punto de abandonar la celda de clausura al que lo confiné, hoy he dicho (con permiso de María Jiménez): "¡Se acabó!".
Es que hay cosas, Dorothy, a las que cuesta muuuucho decirles adiós, verdad?
ResponderEliminarun beso,
Qué bien lo sabes, Carmen. Pero es que hasta a lo más nocivo se acaba apegando una...
ResponderEliminarBesos.
Pero, de quién hablas, de los restos de un yogur kéfir??
ResponderEliminarxxxxxxxxxxxxx
Jajajaja... La chica, a día de hoy, creo, por suerte, que me habría dolido más despedirme de un yogur kéfir. Tienen más sabor y, si no están pasados, sientan mucho mejor.
ResponderEliminarBienvenida a Oz.