(De arriba a abajo: Vista desde la torre del reloj astronómico de Praga; un rincón del cementerio judío en el que se amontonan las lápidas; un puesto de marionetas y una pared de la sinagoga Pinkas, en la que están escritos los nombres de todos los judíos que fueron ejecutados por los nazis en la ciudad)
Vacaciones en casa. Días de lluvia y té bien fuerte en los
que me he dedicado a ordenar los recuerdos del último viaje. Praga. Escarbar en los bolsillos de la maleta buscando la entrada a la ópera, el callejero, los pases agujereados del castillo, la kipá que los hombres debían lucir en las sinagogas del barrio judío, la propaganda del teatro negro… Me he resistido a perder nada que en un futuro me pueda hacer olvidar el más mínimo detalle. Sé que es una tarea imposible y que nada más subirme al avión de regreso seguro que muchísimas cosas se quedaron en el aire de la ciudad de Kafka y no podrán alimentar mi memorístico síndrome de Diógenes. Ver de nuevo las fotos, colocarlas en orden junto a todo aquello que acabó convirtiendo mi bolso en el desfondado de Mary Poppins, ha sido como volver a ese lugar lleno de telarañas en el que me quedé con ganas de poder pasear por el timburtiano cementerio judío en una noche de luna llena.