Hay momentos en los que la cabeza no me da para más. Mi cerebro anda inquieto, huido, desobediente más allá de los límites que marcan las páginas del diario y su incierto horario laboral. Incapaz de concentrarse en la lectura. Paso las páginas y las palabras se escapan por los agujeros de queso emmental de mi cerebro. Da igual las veces que dé la vuelta y emprenda de nuevo el camino de frases. Todas huirán de nuevo. No vale la pena luchar. Sólo releer. Volver a historias ya vividas. Y esperar a que la concentración díscola regrese. Releer... Releer nunca es leer el mismo libro. Él sigue siendo el mismo, cierto. La misma historia. Las mismas palabras. Pero tú, no. Así, en esa especie de naufragio mental, volví de nuevo a 'Moby Dick', de Melville. Volví a embarcarme en el Pequod. A ponerme a las órdenes de Ahab. Secuestrada en su locura de dar caza a Moby Dick. Su leviatán. Su monstruo. El que hace años masticó su pierna. Y es en esa encalladura en mi viejo orejero cuando leo claro. Más allá de la aventura, del mar, de las descripciones de ballenas, de marinos y marineros, del peligro, de la incertidumbre, de los arpones, de los cabos, de las olas, del ambiente opresivo del ballenero, de la persecución...
Soy Ahab. Todos lo somos. Todos tenemos una ballena blanca. Un monstruo que casi nos devoró una vez y que nos empeñamos en que siga ahí, dispuesto a acabar de nuevo con nosotros, quién sabe si de forma definitiva. Moby Dick está ahí sólo porque la perseguimos, porque nos armamos de lo que creemos valor (y de fuerzas y de hombres, y de un arpón templado en sangre de tres arponeros...) y salimos a buscarla. Moby Dick nos mira con su ojo inyectado en sangre y pasea bajo nuestro casco, haciéndonos ver que puede lanzarlo por los aires de un golpe de cola, porque nos hemos plantado frente a ella. Hemos recorrido medio mundo siguiendo su rastro. Hemos, incluso, cruzado el Cabo de Hornos, nuestro propio Cabo de Hornos, para dar con ella. El mar nos ha advertido. Nos lo ha puesto difícil. Nos ha dado señales. Ha hecho todo lo posible para disuadirnos de la caza del monstruo. Pero nosotros, temerarios y cegados, hemos ignorado todos los avisos y así, con más ansia que cabeza, con más obsesión que fuerzas, hemos acabado encontrando al leviatán y hemos iniciado una batalla. Un infierno de tres días. De sólo tres días. De tres larguísimos días. Depende. Una lucha, tu lucha, la que has buscado, la que has perseguido, la que has deseado. Que vuelve a devorarte donde ya lo hizo la otra vez. Ésa a la que el monstruo te dejó sobrevivir, llevándose una parte de ti que sientes, que te duele, que alimenta tu obsesión. Un pedazo que ya forma parte de la ballena, que vuelve a reclamarlo aunque te falte, aunque lo hayas reemplazado por una pieza que creías más dura, casi indestructible. Pero tú, que te creías Ismael, eres Ahab. Tú has buscado al monstruo, a tu monstruo. Tú lo has encontrado. Tú lo has sacado de las profundidades. Tú te has ofrecido a él. Y no siempre se sale bien de la caza de una ballena blanca. Especialmente si es tu ballena blanca.
"Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación".
Título: Moby Dick
Autor: Herman Melville
Traductor: José María Valverde
Editorial: Planeta
Páginas: 288/288
Precio: 5€
Procedencia: comprado