Fotos: Marta Torres/Diario de Ibiza |
Rosario hace meses que va cada sábado al mercadillo. Esla le acompaña, pero su suegra no está muy de acuerdo. «Le he dicho que se quedara en casa, que ya está a punto y que no puede pasarse aquí toda la mañana», comenta la mujer. El nacimiento de Zaira está previsto para la segunda semana de mayo y Rosario quiere que su nuera esté tranquila. Lo poco que sacan en el mercadillo sirve para alguna compra de la semana. Eso sí, nada de gastar en los puestos de los vecinos. «No compramos ni gloria», afirma Rosario, que explica que Esla no trabaja y que su hijo lleva ya dos años en paro y no encuentra trabajo. «Está dispuesto a trabajar de lo que sea, de seguridad, de repartidor...», asegura.
En este tiempo, Rosario ha aprendido bien cómo funciona el mercadillo. Los que compran las prendas de segunda mano son, principalmente, africanos y suramericanos. «Los españoles dan vueltas, pero ya está», asegura la andaluza, que explica por qué toda la ropa está a un euro: «Si la pones a dos euros, te regatean».
Hace sólo unos minutos, Rosario estaba en el puesto de Isabel y Estela, tía y sobrina. «Si no llueve, vengo todos los sábados», comenta Isabel, que acumula doce años en el mercadillo de Sant Jordi. Frente a su coche, más de una docena de plantas que cuida en su casa y que luego vende. Cada sábado se levanta a las cinco de la mañana para prepararlo todo y meterlo en el coche. Y eso después de una tarde de viernes trasplantando y limpiando las macetas. «Esto es un vicio», asegura recorriendo con la mirada la explanada del hipódromo de Sant Jordi, atestada de coches y sábanas con montones de objetos en venta, mientras se toma un descanso. Café con leche que acaba de servirse en un vaso de plástico y en el que moja unas galletas.
Hace poco que a sus sábados se ha sumado su sobrina, que está sin trabajo y que vende ropa de la familia. Seguirá allí mientras no encuentre nada. «Es muy complicado», comenta Estela, que reitera en varias ocasiones que de verdad quiere trabajar. Como es una de las habituales, Isabel no tiene que pelearse para conseguir un espacio en el hipódromo, se lo guardan siempre. Isabel explica que cada semana es diferente y que no siempre saca lo mismo en el mercadillo. «Hay semanas que 25 euros, otras que 60 y algunas que 100 euros. Lo que saco aquí me hace un apaño», afirma. Para la compra de la semana, básicamente.
En la entrada del mercadillo, en uno de los primeros puestos, aún bajo el porche del hipódromo, una mujer vende por un euro los peluches de los niños de su familia. No quiere que le hagan fotos. Tampoco las quiere Ahmed, que le compra un juguete. Lleva tres años parado después de más de doce dedicado a la construcción en la isla. Es uno de los habituales de Sant Jordi. «Es la única manera que tengo de comprarle ropa a los niños y algún regalo para sus cumpleaños», explica comprobando que el dragón de peluche esté en perfectas condiciones.
A sólo unos metros, Marie, francesa que está a la espera de que empiece la temporada, intenta hacerse entender. Un grupo de ecuatorianas revuelve en el montón de ropa que tiene a sus pies. Todas las prendas son de la talla 38, la suya. En la mañana de mercadillo le acompaña su sobrina, Sara. «Es una manera de hacer sitio en los armarios, de deshacerse de las cosas que ya no te pones. También es más ecológico», explica Marie medio en inglés medio en francés animando a las mujeres a probarse lo que quieran. «Hay cosas muy bonitas», comenta Adela, una de ellas. Vienen todas las semanas a Sant Jordi. «Es una manera barata de tener mucha ropa. Hay mucha porquería, pero siempre encuentras ropa preciosa por menos de cinco euros», añade Adela, que trabaja limpiando casas desde hace cinco años.
José, como Isabel, es uno de los enfermos del mercadillo. Su puesto es un poco especial. En él vende objetos de segunda mano que asegura que son antigüedades. Hay relojes que parecen salidos de Versalles, flexos dignos de ‘Cuéntame...’, quinqués de cristal transparente, lupas como las que utilizaría Sherlock Holmes, y cámaras de fotos. Muchas cámaras de fotos. Alguna, incluso, como las que se ven en las películas del Oeste, de madera y que desprenden una nube de humo al disparar. Todo el que pasa por el puesto de José no puede evitar detenerse unos instantes a curiosear.
«En parte son cosas que compro en el mismo mercadillo, otras mías, que adquiero por internet, en subastas y en tiendas de antigüedades y de segunda mano. Lo de las cámaras confiesa que es un hobby «desde pequeñito». Las trata con mimo y algunas, incluso, las muestra en una vitrina, protegidas del polvo por un cristal. Sant Jordi no es precisamente el lugar «ideal» para vender sus cámaras, pero reconoce que es tan aficionado a pasar la mañana en el mercadillo como a la fotografía. «Me gusta estar aquí», asegura. Los días son desiguales. Un sábado puede ganar 300 euros, pero otros mucho menos. Lo que le apasiona del mercadillo es «estar con la gente». Allí conoce otros aficionados a la fotografía y las antigüedades. «Socializo», resume mostrando sus tesoros: cámaras Leika de los años 30 y una de madera del siglo XIX que parece mentira encontrar en el mercadillo. «Todas funcionan, el problema es que ya no se encuentra película para ellas», lamenta.
A unos 30 kilómetros de distancia y con un día de diferencia, se celebra cada domingo el mercadillo de Cala Llenya. Rocío y Liliana, muy sonrientes, venden la ropa que ya no se ponen, la de sus niños y la de sus familiares. Por un euro. Rocío es la veterana. Lleva tiempo viniendo con cierta regularidad desde que unos amigos se lo comentaron. Liliana se ha apuntado hace poco. Ambas tienen trabajo. «Somos afortunadas», apunta Liliana. «Esto una manera de limpiar los armarios y, al mismo tiempo, sacar algo. Además, hay muy buen ambiente», comenta Rocío. La ropa que tienen en la mesa (también hay algún libro, jarras de cerveza y hasta una pala de pádel), en maletas, está casi nueva. «Ropa niña: 1 euro», se lee en un folio manuscrito. «Como la pongas a dos euros ya intentan que la rebajes», asegura mientras despacha dos coloridos vestidos de niña a una mujer árabe.
María no regatea, lo tiene claro. Si un pantalón son tres euros, dos pantalones cuestan seis. Es una de las históricas del mercadillo. Está desde el principio y no se pierde una semana. Está jubilada, aunque sus vivos ojos desmienten su edad, y vende ropa que le dan sus amigos cuando no la quieren. Ella se la lleva a casa, la lava, la plancha, la dobla con cuidado y se la lleva a Cala Llenya. «Me gusta que todo esté bien», justifica. Llegó al mercadillo porque vio unos carteles y decidió animarse. La vida en el puesto no le es extraña: «Vendí en el mercadillo de es Canar hace muchos años». En su puesto, a la sombra de un algarrobo, además de ropa hay pulseras, pendientes y objetos de decoración. «A la vejez viruelas... He regresado a la vida de hippy», bromea.
Carlos y Peter, son de los más novatos en la explanada. Hace apenas un mes que llegaron a la isla en busca de trabajo. Carlos se dedica a la decoración y Peter es mayordomo. Él fue la causa de cambiar la Península por Eivissa. «Nos dijeron que aquí, en verano, se necesitan mayordomos y nos vinimos», explica Carlos comiéndose una manzana. Él es un apasionado de los años 60 y 70 y en su puesto, dos lámparas de estilo árabe aparte, hay lámparas de esos años, flexos, tazas, un jarrón de Lladró, ceniceros... Piezas que, en ocasiones, sólo valoran los que entienden un poco de decoración. «Quien sabe algo es consciente de que son piezas de firmas españolas de los años 50 que se han disparado ahora con la moda de lo vintage y lo retro», justifica señalando un flexo blanco que vende por 35 euros.Carlos y Peter esperan que llegue su hora buena, a última hora de la mañana. «A primera hora vienen muchos inmigrantes a la búsqueda de cosas necesarias y baratas, ropa y electrodomésticos. La gente con más poder adquisitivo viene más tarde», asegura dándole el último mordisco a la manzana.