Los guantes


@martatorresmol

Tenía la Bota de Oro entre las manos y sabía perfectamente las palabras que iba a decir. Le agobiaba el traje, la sisa de la camisa se le clavaba, se avergonzaba de la pajarita roja que una carísima estilista le había obligado a ponerse y no podía dar un paso sin sentir la amenaza de un patinazo con los deslumbrantes zapatos. Centenares de ojos pendientes de él. Y decenas de cámaras. Por no hablar de los focos. Nada de eso le desconcentraba. Sabía perfectamente lo que iba a decir. Seis palabras con las que soñaba desde que era niño.

-Todo esto es gracias a él-, afirmó, engastando cada palabra en la anterior, señalando con la palma abierta a uno de los invitados de las primeras filas. Su héroe de infancia. Un hombre que había pasado ya la madurez y que contestó al gesto con mirada de besugo y sonrisa de circunstancias. La cara de quien no entiende nada de lo que está pasando, pero a quien le viene bien.

-Todo esto es gracias a él-, repitió, casi en un susurro, recordando aquellos guantes firmados sin los que, estaba seguro, jamás habría llegado hasta ahí. Se los había regalado su padre la tarde antes de aquel partido que él no quería jugar. Lo tenía todo planeado. Si no conseguía caerse por las escaleras de forma convincente diría que le dolía la tripa. Pero no jugaría aquel partido. Se haría un favor a él. Y al equipo.

Había aceptado ser portero porque, en realidad, no le gustaba mucho el fútbol. Le habían medio obligado a apuntarse al equipo. Para que hiciera amigos. Si sus padres supieran... Era el portero suplente y sabía que todos en el colegio temían que al titular le pasara algo. Lo que no sabían es que a él le daba aún más miedo. A diferencia de los demás, no deseaba salir al campo. Se sentía bien en el banquillo, esperando. No esperando, más bien. Le gustaban los entrenamientos. El frío de las últimas horas de las tardes en invierno. Parar balones que ya sabía de dónde venían. Las bromas. Las mejillas encendidas. El sudor. La sensación de los músculos cansados. Pero no soportaba la idea de jugar de verdad.

Le escogió a él, su ídolo, de forma casual. Sus nuevos compañeros no hacían más que preguntarle como quién quería ser. Él se encogía de hombros y les contestaba que a ver si lo adivinaban. No era verdad. Jamás había visto un partido entero. Y no se sabía los nombres de casi ningún portero. Él no era de los más famosos, pero su aparición fue providencial. Era el primer partido que veía completo en la televisión. Le gustaba más el otro equipo. La camiseta era verde, su color favorito. Pero entonces vio aquella parada y decidió que sería él. Se preparaba para ver el balón entrar en la portería, ajustado a la escuadra. Pero entonces aquel hombre pequeñito, compacto, ancho, saltó como una rana, extendió la mano derecha, que pareció hacerse inmensa y abrazó el balón antes de caer rodando por el césped. Hombre y pelota acurrucados en el suelo mientras todos en el campo, los suyos y los otros, se llevaban las manos a la cabeza. Desde aquel momento fue él. Él era la respuesta a la pregunta. Él era a quien buscaba en la televisión. Y el único sobre quien leía noticias y guardaba cromos.

La tarde en la que el portero titular se despidió de ellos se le cayó el mundo encima. Se iba a otra ciudad, a otro colegio, a otro equipo. Él, el suplente, el de las manos temblonas y las piernas de mantequilla, tendría que salir al campo. No a calentar, no a entrenar, no a celebrar. A jugar. Tenía pesadillas todas las noches. Su cabeza no paraba de trazar estrategias para no hacerlo. Suspender un examen y que lo castigaran. No valdría. Ir a visitar a su abuela y perder el autobús. Irían a buscarle. Dormirse. Le despertarían. Un patinazo por las escaleras. ¡Sí! O un dolor de tripa. ¡Sí! En eso pensaba cuando llegó a casa la tarde antes del partido y su padre lo recibió en la puerta, emocionado y con un paquete en las manos que lo azuzó a abrir. Eran unos guantes algo viejos. Y algo grandes. ¡Firmados! ¡Por él! ¡Su ídolo! Se los había regalado a su padre cuando éste, fontanero, había ido a reparar una avería urgente que amenazaba con inundar su ático en el centro y, entre tuberías y sifones, le había explicado que su hijo era portero en el colegio, que se estrenaba como titular y que él era el único jugador de quien coleccionaba cromos.

No tuvo más remedio. Ni resbalón por la escalera ni dolor de tripa. Salió al campo con aquellos guantes firmados y un nido de serpientes en el estómago. Ganaban de uno cuando uno de los delanteros contrarios se escapó con el balón, cruzó el campo y, poco antes del punto de penalty, disparó un zurriagazo que todos dieron por gol seguro. Aún hoy no sabe cómo, pero acabó rodando por la tierra, con el balón entre aquellos guantes viejos, grandes y firmados, callando el nido de serpientes y despertando las ganas de volver a jugar. Ahí empezó todo.

-Todo esto es gracias a él-, escuchó que decía su hijo en la televisión, señalando a quien fuera su ídolo de infancia. Sentado en el sofá, el viejo fontanero sonreía. Lo veía ahí, con la Bota de Oro en las manos y no podía  evitar la risa al recordar aquella tarde en la que cerró la fontanería y se recorrió todas las chamarilerías de la ciudad buscando unos guantes de fútbol grandes y un poco gastados. La tarde en la que acabó con las manos negras tras ensayar una y mil veces sobre el papel aquella firma de portero de éxito que, horas después, consiguió imitar sobre aquellos guantes que le regaló a su hijo antes de su primer partido.

Comentarios

  1. Porque eres tú, si no yo a esto no le hubiera dado la oportunidad pero en cuanto dijiste que el muchacho no iba cómodo en el traje ya me dije: sigue siendo ella, tranquila.
    Pues me ha parecido una historia de amor preciosa, que es lo que es, porque te tienen que querer mucho para hacer eso por ti.
    ¿Voy a tener que buscar portero pequeño con ojos de besugo en google o ya me aclaras quién es o si ni siquiera existía hasta que tú lo creaste?
    Besos, Dorothy Roncagliolo

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    1. Norah, al final, el tema, siempre, es sólo una excusa para hablar de otras cosas que trascienden de ese marco. Me encanta que te haya gustado. Y muchas gracias por seguir leyendo aunque el tema te provocara un poco de alergia. Ya sabes... Cuando queremos a alguien nos las ingeniamos para sacar lo bueno que llevan dentro.

      Besazos.
      (No tienes que buscar al portero. No existe).

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  2. Qué hermosísimo texto... El amor por los hijos te hace ser lo más creativo posible, con tal de garantizar que lleguen a donde están destinados a estar.

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    1. María Angélica, muchas gracias. El amor te agudiza el ingenio. El buen amor, que el malo lo que hace es atontarte.

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  3. Cuánta fuerza tiene este texto! Cuánto amor hay detrás... Preciosa historia.
    Besotes!!!

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    1. Margari, gracias. Me alegro mucho de que te guste.

      Un besazo.

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  4. 'Todo esto es gracias a él' .. Una frase así inunda el corazón. Gracias. Besos.

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    1. Marisa, sí, aunque no sea verdad el sentimiento sí es real.

      Besines.

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