La India (I): La mujer del asfalto y los niños de las chocolatinas
Fotos: Marta Torres Molina |
La India,
27 de diciembre de 2010,
De Delhi a Agra.
Unas enormes manos colgadas en la pared del aeropuerto, hablando con sus gestos de metal, son lo primero que veo de la India. Lo primero que siento es el calor. Y algo mullido bajo mis pies. Una moqueta que hace demasiado tiempo que perdió la cuenta de los pasos que la recorrieron. El barullo de voces y brazos levantados frente a la puerta de llegadas me adelanta lo que me espera los próximos días. Barullo. Voces. Brazos. Tras apenas unos metros andando me doy cuenta de que deberé acompasar mi paso, demasiado rápido, al ritmo de la India, un país al que llego invitada para una boda y que apenas tarda media hora en mostrarme su cara más cruda.
Pasan de las dos de la madrugada y en la carretera, a oscuras, alumbrada por un anoréxico foco, una mujer asfalta, a mano, la vía. A su lado, agachado, ayudándola, un niño que no debe tener más de cuatro años. Amarrado a su espalda, tranquilo, un bebé que parece dormir. Me rebelo contra esa escena, contra esa realidad... Respiro hondo. Esto es la India. Esto es lo que voy a ver durante los próximos días. Una y otra vez. La India es así, dura, y sincera, me muestra desde el primer momento lo que es, no me engaña. Y no me deja más opción que asumirla, entenderla y quererla. Sé de muchos que han luchado contra ella desde que pusieron un pie en el país, y no lo soportaron. Se marcharon antes de tiempo y prometieron no volver. Todos ellos, de momento, lo han cumplido. Yo nunca podré agradecerle lo suficiente a la familia Aidasani todo lo que viví, lo que vi y lo que sentí, esos días.
La imagen de la mujer con las manos llenas de alquitrán me vuelve a la retina con fuerza cuando llegamos al hotel. A sus habitaciones frescas. A su agua helada. A sus diarios colgados en el pomo de la puerta. A sus pétalos de rosa en la bañera. Y a sus sábanas suaves entre las que duermo un par de horas antes de despertarme, al amanecer. Tenemos muchas horas de carretera por delante. La cafetería del hotel huele como en mi memoria no había olido nunca ninguna. Curry, cilantro, cúrcuma, mango, cardamomo, té... Embriaga. Casi marea. Miro mi café con leche, mi tostada y mi fruta fresca y sucumbo. Un trozo de naan, algo de chutney de mango, un poco de salsa de yogur... Algunos me miran con cierto asombro, con reprobación, incluso. Leo en sus miradas. Acabamos de llegar y piensan que me la estoy jugando. Algo, sin embargo, me dice que no. Algo me dice que la India me va a respetar. Y siempre me fío de mi intuición.
La salida de Delhi es desoladora. Las calles de los suburbios están llenas de gente que deambula. Tienen la mirada perdida. No van a ningún lugar. No tienen a dónde ir. Dejarán de caminar cuando estén cansados. O cuando caiga la noche. No son uno ni diez ni cincuenta. Son centenares. Calle tras calle. Una multitud que se diluye así como se estira la ciudad y se suceden las tierras de cultivo y las pequeñas aldeas. Entre el verde de los campos destacan pequeños puntos de color. Rosa, naranja, amarillo, azul, blanco, violeta... Son las mujeres, con sus saris. Ellas están en los campos. Muchas con sus niños a la espalda, como la mujer que asfaltaba. En los flancos de la carretera hay vacas durmiendo, búfalas a la sombra, hombres en cuclillas esperando el autobús, niños trepando por carteles publicitarios, pueblos, casitas descascarilladas con la colada multicolor tendida en el tejado, calles de barro, chabolas, vendedores ambulantes en carros...
El camino a Agra es largo. No en kilómetros, pero sí en sensaciones y en tiempo. La carretera es mala. De doble sentido y con carriles estrechos y transitados a pesar de lo cual los que llevan prisa adelantan después de hacer sonar el claxon. Aquí los bocinazos no son de enojo, son de aviso. Muchos de los autobuses y camiones, lentos y despintados, tan cargados que los conductores no tienen visibilidad, llevan una inscripción en la parte de atrás: "Horn please". Entre camiones decorados con flores y alegres dibujos serpentean infinitas motocicletas en las que lo más habitual es que monten tres personas, o más si viajan niños. Es lo normal aquí. Tres en una motocicleta.
Cruzar las aldeas es una aventura. El tráfico es caótico. Lento. Durante un rato rodamos al paso de lo que parece un enorme carro cargado de forraje. Sólo al adelantarnos descubrimos la sorpresa: tira de la carga un pachorrón dromedario. El camino a Agra es largo. Pero se hace corto si pegas las pestañas a la ventanilla y abres mucho los ojos. Algunos prefieren dormir. A mí me gustaría bajar. En cada pueblo. En cada aldea. Pero entonces no llegaríamos nunca. Yo aún no lo sé, pero la India, ese país crudo y fascinante, ha tomado nota de ese deseo que me atraviesa cada vez que cruzamos una pequeña ciudad.
Hemos salido de Delhi a las seis de la mañana y no llegaremos a las puertas del Taj Mahal hasta poco antes del atardecer. Y por los pelos. Y eso que apenas paramos dos veces. Una para reponer fuerzas con el primero de los muchos chai. Dulce, casi empalagoso, aromático y con esa leche de búfala que descubro suave como la seda. Un té que se abraza a la lengua y al paladar. Otra para estirar las piernas por uno de los muchísimos fuertes rojos que salpican el país. Los más famosos son los de Agra y Delhi. Ellos se llevan la fama. Pero es en estos otros, pequeños y alejados del turismo, por los vale la pena perderse unas horas. No hay hordas de visitantes ni guías con paraguas y micrófonos. Sólo gente de la zona que usa el fuerte como parque.
Hombres tumbados al sol o recostados en los arcos observando la vida, a veces fumando. Algún perro aparentemente perdido. Carreras infantiles de las que los corrillos de madres no despistan la mirada. Gente que te mira a los ojos. Que te sonríe. Que te saluda. Que se acerca a tocar tu pelo rubio, tan exótico en este rincón perdido de la India. Es en estos fuertes donde puedes recorrer largos pasillos cruzados de arcos, palpar las inscripciones en sánscrito sobre la piedra, subir a los miradores, contar las palomas de las cúpulas, sentarte sobre la piedra roja y respirar la calma mientras tomas un par de notas en tu cuaderno antes de retomar el camino a Agra, con una parada inesperada.
Las carreteras de la India son una lotería. Y uno de los mayores ejemplos de corrupción. No es que muchas de las carreteras no estén construidas. Lo están. Sobre el papel. Pero el dinero se quedó en varios bolsillos a medio camino y el resultado es un país surcado de caminos de tierra y escuálidos hilos de asfalto donde debería haber auténticas carreteras. Por eso son una lotería. Abundan los accidentes. Y los reventones, de los que no nos libramos. Es primera hora de la tarde. El sol pica. A nuestras espaldas, varias mujeres y niños trabajan en el campo. Estos últimos nos rodean, curiosos, al cabo de unos minutos. Sonríen mostrando unas dentaduras perfectas, se les ve felices, traviesos, bien vestidos. Las niñas se muestran más espabiladas. Una explica que se llama Sueño, en hindi, y que hoy están en el campo porque no hay colegio. Otra, en un inglés que cuesta entender, consigue hacerse entender: tiene nombre de flor y varios hermanos que juegan al fútbol por ahí cerca.
También se acerca un anciano. Tiene la piel oscura, que se pega a sus huesos, y la mirada despierta. Es del pueblo. Conoce a los pequeños y prefiere quedarse cerca, vigilante, apoyado en su oxidada bicicleta. "No son pobres, tienen todo lo necesario", indica. A pesar de eso, consiente las chocolatinas al ver los ojos ilusionados de los pequeños. Sólo pone una condición: tendrán que repartirlas entre todos los demás. Los niños lo miran, serios. En la India, a los mayores, sean o no de la familia, se les respeta y se les escucha. Todos asienten. La más mayor, obediente, desliza los dulces en una faltriquera. Ella los guardará para luego. para cuando estén todos. El anciano observa el gesto, orgulloso y complacido. Yo lo observo. Admirada. Unos niños guardando unas chocolatinas que se mueren por probar. Para más tarde. Para otros niños. De nuevo en la carretera, mientras el sol empieza a caer y se nota ya el barullo de la cercanía a Agra, le doy vueltas. Al anciano. A los niños. A las chocolatinas derritiéndose en ese bolsillo.
Bello y evocador, tu relato de viaje. La India (gracias por no haberle quitado el artículo) es mi mayor agujero negro en el conocimiento del mundo. He andado cerca, pero nunca he pisado la tierra prometida. Gracias por contárnoslo, así soy un poquito menos zote y no me quedo estancado en los relatos de Kipling o de Salman Rushdie.
ResponderEliminarBesotes
Sorokin, con la India pasa como con cualquier otro lugar, da igual cuánto te hayan contado y cuánto hayas visto antes, tu visión y tus sensaciones, si vas con los ojos, los oídos y el corazón bien abiertos, serán siempre diferentes y únicas. Era un país que me fascinaba desde niña, sobre el que había leído muchísimo y sobre el que me habían contado mil historias. Y dio igual. En el momento en que puse un pie en el aeropuerto de Delhi todo era diferente a todo lo que había imaginado. Es un lugar difícil. Ves mucha miseria, mucha pobreza, imágenes que te destrozan y tras las que tienes el arranque de pensar que eso no puede ser así y que tienes que hacer algo. Y debes, pero no ese momento y no a tu manera. Tengo la sensación de que la India te abraza o te escupe. No hay otra. Y que haga una cosa o la otra depende mucho más de ti de que ella. Es un viaje que no te deja indiferente. Yo tuve la suerte de hacerlo con gente de allí, que creo que es la mejor forma de descubrir un lugar.
EliminarSaludos
Muchísimas gracias por tan magnífico y fascinante relato. Por no guardarte tus experiencias y acercarnos tu India.
ResponderEliminarNo sé si alguna vez juntaré valentía para ir, si al final me echaría para atrás y me quedaría en la ruta del touroperador. Mientras tanto está tu generosidad que traerá seguro una segunda parte.
Namaste, Marta.
Norah, supongo que es cuestión de no pensarlo y tener muy claro hasta dónde puedes hacer tú. La entrada fue dura, lo reconozco, han pasado más de seis años y algunas imágenes no se me van de la cabeza. A pesar de eso, es un lugar fascinante, para devorar con los cinco sentidos. Y compensa.
EliminarNamaste, Norah
Menuda crónica. Me quedo sin palabras. Sería incapaz de ir. Tengo una amiga que lleva un proyecto allí, de una ONG y bueno...Increíble. Un besote.
ResponderEliminarMeg, claro que serías capaz, sólo hay que intentarlo. Anímate y hazle una visita a tu amiga.
EliminarUn besote, gracias.
Sin palabras me has dejado. Tan distinto a nuestra vida, tanta miseria, tanta pobreza, tanta inseguridad... Pero su gente siempre nos sorprende. Son tan felices con tan poco, son tan maduros con tan pocos años... Es un viaje que no he hecho. Pero que no me importaría hacer más adelante.
ResponderEliminarBesotes!!!
Margari, lo que más choca es ver tantas diferencias en el mismo país, en una misma calle. A mí me sorprendió ver a algunos niños tan felices con tan poco. Al preguntarle a una mujer me contestó que en la India no se echa de menos lo que ni siquiera tienes la posibilidad de tener. Es un viaje fascinante.
EliminarBesos
¡Hola guapa!! Me ha encantado tu crónica de la India. Que aventura... Es un país que me atrae mucho en las pelis, los libros, pero vivirla así tan crudamente al natural...
ResponderEliminarMe ha sabido a poco. Espero con ansia las siguientes entradas
Besos
Marian, las pelis son las pelis. Y lo mismo con los libros. En ellos nadie te mira a los ojos, ni hueles las calles, ni te ves atrapada en un mar de gente. A veces se hace difícil, pero compensa. Habrá más entradas, es algo que tenía pendiente desde hace años.
EliminarAbrazos