Abrazos rotos y migas de pan
Los críticos decían a gritos (entre líneas por supuesto): “¡No vayas!”. ¿Tan horrorosa es la nueva de Almodóvar como para que la destrocen así?, pensé el día siguiente al preestreno. No es que me fíe mucho de los críticos, pero tampoco me apetecía ir al cine y sufrir viendo a mi adorado Lluís Homar desperdiciando su (inacabable) talento. “Te va a encantar”, me dijo días después una amiga que me conoce bien. “De verdad, a ti te va a gustar”, insistió. Así que me planté en el cine el primer día libre con el que me tropecé en el calendario. Y sí. Tenía razón. Me encantó. Aunque comprendí a los críticos. 'Los abrazos rotos' no es una película que todos puedan entender. No todos seríamos capaz de callar un secreto más de 18 años, como hace Blanca Portillo (inmensa, como siempre), que sabemos que se guarda muchos otros. No todos podríamos huir sólo por amor (¿o en realidad es miedo?), o seguir siendo nosotros tras una desgracia, o ser capaces de recuperar un proyecto frustrado hace muchos años, o buscar venganza como si la vida nos fuera en ello, o confesar algo que nos avergüenza… Lo mejor, sin embargo, lo que queda fuera de la pantalla. Lo que no vemos. Lo que Almodóvar no nos enseña, pero para lo que nos deja preparado (por si al salir del cine queremos seguir imaginando) un camino de migas de pan.
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